Esto en lo que unos más, otros menos, andamos zarandeados
y que con temeraria impropiedad llamamos vida, no es ni de lejos la única
opción.
Y se nota mucho cuando realizamos un determinado viaje
que nos puede cambiar el ritmo, la dieta, la visión de ciertas cosas; hacernos
reír con inverosímiles escenas en zonas de descanso de la carretera de Burgos;
conmovernos del todo porque hombres que viven en la meditación, la austeridad y
el recogimiento nos tocan fibras algo embotadas, resortes de esporádico uso,
graves sonidos que parece que duermen, pero no, en la profundidad.
Junto al “enhiesto
surtidor de sombra y sueño… “, cerca de la “negra torre de arduos filos”, hay milagros que sentir, seriedades
que valorar, muy otra vida.
Y al lado de las ganas de salir volando, de carne y hueso
que somos, todavía existe margen para un cordero al horno, unos boletus, unas
morcillas de Lerma que viajan para triunfar en la Villa y Corte, en donde una
modesta decencia castiza y mucho menos residual de lo que dicen, sigue siendo
capaz de vibrar con la Almudena y desmentir esa tendenciosa y venenosa teoría
de la España laica, roja y descastada que, “para nada, oyes”.
Madrid ha brillado, contra algunas hordas que la
desmejoran; y seguirá siendo objetivo de envidias mediocres, a pesar de las
huelgas, el tráfico y la casta política que tanto se empeñan en contaminarla.
Y, a propósito, estoy reflexionando sobre el fenómeno
según el cual una loncha de jamón puede sentirse afortunada entre dos tiernas
rebanadas de pan de molde; como de molde, si se trata de celebrar onomásticas,
que ninguna necesidad tienen de hache, vaya por Dios.
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