domingo, 16 de agosto de 2015

Más ruido que nueces, el Jarre ese



El apellido, la supuesta veracidad en el refrán “de casta le viene al galgo…”, debieron comprometerlo a mayores exigencias y resultados; pero no todo, no siempre, se hereda.

Anestésico, desvaído, plúmbeo, tan confuso que tanto podría ser Jean Paul como Jean Michel Jarre nos ha aburrido más de lo soportable con melodías tan primarias como sosas que ni su aparatosa y epatante puesta en escena ha podido redimir.
Antes que las tarimas grandes, el volumen descomunal y soberbio, las luces ya rutinarias y con facilidad frenéticas y cegadoras; antes que las convocatorias multitudinarias de públicos conformables y romos, procedería contar con ese don que para la música y otras artes se llama inspiración, dicho sea sin asomo de solemnidad, sino a la llana.
Con sólo eso, este Jarre habría cumplido mejor. Y probablemente se habría hecho disculpar por la pompa superflua en la que envuelve, barato truquista, sus bobas e insulsas vacuidades.
Porque desorienta, porque no conviene confundir el presunto y casual minimalismo con la simpleza; la inocencia con la ignorancia; las razones con los pretextos, siempre delatores de las impotencias más diversas.  

(¿A que se nota que no me gusta?

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