martes, 28 de julio de 2015

Por el teléfono



Hablé con una amiga remota, discontinua, más o menos desentendida, como casi todos.
(El casi, lo añado por precisión y cortesía; y porque no olvido las escasas y firmes excepciones.)
Le he señalado, por más que es un detalle superfluo, por lo obvio, que la gente va muriéndose. Y que deploraré, o quizá ya ni eso, que lo que sea nos ocurra a alguno de los dos, porque “tenemos una edad” ahora, sin tomarnos un postrer café, sin un rato de conversación, que no creo que desde luego estemos para más, una especie de rito, vale, sentimental, al menos por mi parte. De despedida.
Sí, sí, claro. Te llamaré.
La gente, con el tiempo, se ha ido endureciendo.
Y más gerundios: enquistando,
                            hundiendo,  
                            desengañando.
Ha ido recelando; enrocando las piezas petrificadas de un ajedrez que ha perdido relieve, resplandor, conciencia, romanticismo del bueno, no del cursi, ilusiones, sensibilidad.
Quizá debo comprender o, mejor, asumir que eso es así, como suele decir la Pedroche, sin saber todavía lo que le aguarda, mientras anda en su mejor tiempo, risueño y guapo. 
Aunque recuerde que, desde el principio, sentí por esa amiga en cuestión (todos jóvenes, novia de un colega), una especie de ternura sin explicación, que me llevó a regalarle, valiente tontería, un lapicero, a modo de juguete que distrajese su atención de…
El tiempo nos lleva a todos, para que nada quede.

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