martes, 17 de marzo de 2015

El lector, desde el sillón de orejas, al poeta



Vale que no estás imponiéndome la tarea de participar. Y que quizá escribes como una necesidad, una liberación, un capricho, lo que sea: cosas legítimas.
Luego está el hecho del infinito universo de las ideas; y la “barra libre” de las palabras, mezcladas en combinaciones caudalosas, aleatorias, interminablemente conjugadas.
Ahí viene mi desconcierto, poeta, al recorrer tus líneas y con frecuencia sentir la sospecha, o la desazón, de que tal vez eres el único en conocer el significado, los sentimientos, el origen, el móvil íntimo de esas sutiles volutas literarias. O su inexistencia.
Cuanto más abstracto y alejado, ¿más poeta?
Las oblicuas, abstrusas alusiones, la subjetividad sin tasa, la alada incorporeidad del antojo… Barajar las palabras, ¿acaso porque sí, por el mero placer de la eufonía?
Y no es que yo descarte el arte por el arte (no se me ocurriría tamaña tontería).
Y sé que, si me agoto o me empacho, no es asunto tuyo. Y que, de los más o menos siete mil millones de terrícolas, no es del todo imposible que se encuentren una o varias almas gemelas para las que seguramente emites tus composiciones. Que ellas sí, lograrán contigo plena sintonía, comprensión total.
Porque lo que no tiene mucha escapatoria es que, al publicar o comunicar como sea esos poemas, ya van renunciando a cualquier eventual condición de mensajes con destino al vacío, de galáctico onanismo gratuito. Hasta el monje extremo anhela un eco de su plegaria, una consecuencia de su reiterado mantra, ¿no?

Vista desde el sillón, ¡qué vida fantástica la tuya, poeta!

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