domingo, 15 de marzo de 2015

Cyrano trae la luna para Roxanne



Por encima de las torres del palacio frente a nosotros. Con parsimonia de actriz o de sibila, asoma su redondez blanca y majestuosa suavemente rodeada de algunas nubes que le dan más relieve, contra la noche azul.
(En la alta madrugada, al subir la persiana, “mira, amor, mira qué luna”.)
Cyrano sueña, flota, se escinde como si estuviese drogado por la doble magia, transportado por la doble belleza (la de la mujer a la que con insaciable devoción adora; la del estro que dicta sus versos inspirados, luces de su alma, tinieblas de su duda atormentada, sangre de su vida, destilada línea tras línea en los escritos de lujo y esplendor, la copas para el vino de la ya lejana navidad feliz, las palabras con las que un tiempo...)
El andar cadencioso, solemne de bravura y orgullo fiero, Cyrano diestro, espectacular “concertino” de la espada, recorre sin apuro la Vía Láctea, que es esta noche otro viacrucis; con un preciso paso elegante de danza hace suya la luna y – blanca sobre la almohada – la trae consigo, de regreso al lecho donde Roxanne duerme, laxa su rubia desnudez de mármol, su pasión de antes vuelta ya de cristal frío, de criminal desentendimiento, honda ingratitud, torpe soberbia, risas crueles, oblicuas infamias calculadas...
De este viaje astral, de este vuelo de estío, sueño contado, queda sólo la muerte, también hermosa, de un amor roto, envenenado, a pesar del vino blanco, de los miles de besos con sordina.

(Publicado en el volumen “La primera vez… que no perdí el alma, encontré el sexo”.)

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