sábado, 14 de febrero de 2015

Idealistas



Construyeron el faro en un alto que no llegaba a acantilado. Y ésa no sería su única modestia.
Eran conscientes de que no disponían de una luz poderosa; de que pocos navegantes se servirían, desde sus barcos, de las señales que, con ese romanticismo que no quiere rendirse, emitían en aquella costa poco frecuentada por las travesías comerciales, por los cruceros de moda y los gigantescos cargueros transoceánicos.
Pero les gustaba aquello. Obedecían a un mandato interior, aunque los insensibles habrían podido opinar que eso era una manía como cualquier otra. Que aquella sostenida ocupación no parecía menos insignificante que el cometido de un acomodador de cine clásico con su linterna; acaso igualmente prescindible.
Había jornadas en que el viento y la lluvia arreciaban y el mar se crecía imponente de amenazas, ofreciéndoles una estampa de hermosa furia. Otros días, era el mar como un espejo. Un paradigma de serenidad.
Soledad y aislamiento, claro. Pero tiempo para recogerse, reflexionar, templar el ánimo, de una manera diferente de la de Santo Domingo de Silos, pero que también requería lo suyo.
Y sí, aunque pocos, algunos pescadores, algún balandro distraído, agradecían su presencia, su insólita manera de procurar una suerte de esa comunicación que suele entenderse como inherente a los humanos
(y a la cual bautizan con el fatuo “interacción” los sobrevenidos borrosos del diseño, esos narcisos tan desdeñosos, ñoños y gazmoños, coño, con el María Moliner).     

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