domingo, 23 de noviembre de 2014

La confidencia



Parece que para siempre, porque de aquello habían transcurrido casi treinta años y, por la razón que fuese, la frase me quedó grabada en la memoria: “Tú estás muy bien enseñao”, con aquel acento castizo del foro que ni siquiera le correspondía a su origen, tan donostiarra.
El caso es que, de manera esporádica, y más por coincidencia en lugares profesionales que por lo que después vino a ser una casual vecindad, se conoce que ambos nos habíamos enfilado. (Ahora recuerdo una  canción de Serrat: Mírame, mírame, mírame y no me toques pero mírame…) Nos habíamos observado, presentido quizá, con la diferente intensidad de nuestros talantes y circunstancias, de la atracción y el deseo o la curiosidad que fueran.
Y en una ocasión, casi sin proponérnoslo, nos encontramos a solas, en la que entonces era mi casa: yo, sentado, abrazándola por la cintura, gozando de sus pechos tan hermosos, descubiertos ya y ofrecidos. (Puede que ella no se acuerde; no son las mismas señales para todos.)
Ahí fue cuando, a las caricias, la mujer me soltó la frase. Y callé. (Bien enseñao, ¿por quién, que no fuera mi propia vocación, mi larga espera, mis sueños desatados, aquello que Durrell designó con magisterio como “la sed de belleza”?)
Luego, gobiernos van y vienen, hubo otros encuentros. Y otras largas pausas, y quién diría que alguna química, como dicen los del diseño, había entre nosotros, tan dispares, tan lejanos en rumbos, vidas, planteamientos.

Mientras tomábamos un café en un bar cerca de la SGAE, escuché la anterior confidencia, comprendiendo a mi colega y viejo amigo, entendiendo su tendencia a la pasión, su personal y acaso intransferible variedad de las formas de amar.
La gente procede por lo general mediante conductas de patrones compartidos. Pero yo sé bien que los mutantes y los perros verdes existen.

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