viernes, 18 de julio de 2014

La retirada del escaparate



Lo inverosímil era que aquel hombre, con un cuerpo menudo de suyo, cupiera en aquella ajustada ropa, dos o tres tallas menos de lo correspondiente, sin sufrir un colapso irreversible o la estrangulación repentina y letal de un órgano indispensable de su estructura, por muy de diseño irreal que se exhibiera.
Y más todavía, casi imposible desde la metafísica, que se hubiese dejado envolver por tan tentadores pero rasantes cantos de sirena, presentándose en y dejándose utilizar por aquel circo mediático (ésta es expresión hecha, de cuño relativamente contemporáneo o reciente, aunque el tiempo, ay, pasa), hasta el día, la hora, el instante en que vio o entrevió las orejas al lobo:
una popularidad que se desbordaba (fuera de los cauces de la estricta profesión, ufana de atildamientos y selecto carácter minoritario) a la velocidad promedio con la que bajan por las aguas raudas los participantes del descenso del Sella y que, entre vítores, aplausos de falla valenciana y amaneramientos de corte ambiguo, alumbró el grito de guerra casual pero que cundió como incendio con ventolera y echó profundas raíces, catapultándolo al firmamento astral de la tecnología espectacular y al consumo de tan ingentes como atolondradas masas: “¡No lo rompas!”
Se retiró, prudente: sus clientes limonarios no estaban aceptando con docilidad tanto ruido de mercadillo y puede que fueran desertando de comprarle los cajones de cemento y vidrio que eran, en esencia, lo principal en sus ideas, reiterativas y nada nuevas ya, de afamado y estiloso arquitecto.

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