viernes, 25 de abril de 2014

Después de los laberintos,



los experimentos y las aventuras entendió, o supo, que había que soltar lastre, cortar vínculos (reales o imaginarios que fuesen), deshacer ataduras que iban a conducirlo por caminos no elegidos, no voluntarios.
Se aplicó a los estudios de historia y teología, sin desdeñar los conocimientos que pudiese extraer de la geometría euclidiana e incluso de la música.
Al cabo, solicitó su ingreso en una orden religiosa, paradigma del rigor y la exigencia y, muchos años después, accedió al cargo de abad de un monasterio situado en una región del oeste de Francia, cuyo nombre omitiremos por discreción.
La plebe, siempre ignorante y maliciosa, le ha creado una reputación tan fantástica como inverosímil. Y mientras, él permanece en su abstruso e inexpugnable enroque, elaborando los sutiles vitrales de su pensamiento, ajeno al pedestre y embotador ruido de las numerosas y amontonadas criaturas que se debaten de modo interminable en los círculos viciosos, despreciables de la mediocridad, de la barata lucha materialista, de la envidia, de la competitividad rampante y rasante…

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