martes, 10 de diciembre de 2013

Señas de identidad



En el mundo hay lugares señeros que se caracterizan por sus monumentos singulares, por sus memorables paisajes; lugares cuyo “skyline” (no os quejaréis, queridos progres primorosos) los hace destacar con sobresaliente nota de entre el respetable, aunque algo adocenado, pelotón, que se dice en el ciclismo.
Pues bien, al lado de la inconfundible torre de París, los poderosos rascacielos neoyorquinos, la destellante  y decadente Caleta de la Tacita o la creciente y mágica catedral que, siguiendo los planos de Gaudí, siempre me estremece de admiración mientras su laboriosa construcción prosigue…
… al lado, digo, se encuentra una localidad cuyos edificios de apartamentos trazan retranqueos que dan pie a ajardinadas zonas de esparcimiento; cuyas lujosas máquinas de vanguardista recogida de residuos se anclan imaginativamente distribuidas por sus calles; cuya población es notable por su afición a la práctica, algo pija, del tenis, lo que le concede, junto al selecto parque móvil, un aura de refinamiento y bienestar.
Después de que de su nombre emanan resonancias de bucólico campo y dócil, benéfica ganadería preferentemente lanar, Mahadahondis ofrece al delirio surrealista de la mente extensos predios, luminosos horizontes para el desarrollo de las fantasías.
Flota en ella, a mayor abundamiento, la interesante profecía, el proyecto literario, el rumor artístico de un lucrativo y fecundo asalto (metódico, programado, exento de cualquier lamentable percance violento) a sucursal de banco de reconocida solvencia y entrañable vínculo familiar.
Nos llena de orgullo y satisfacción no ser del todo ajenos al apacible devenir de esta distinguida y recoleta ciudad, cuyo comercio surte cabalmente los variados tejidos y accesorios que se combinan en la confección de nuestras banderas de uso privado.      

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